El privilegio de ser maestra

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Nati-Obregon


En este mi último curso como docente, porque, como todo llega en la vida, mi jubilación también, pienso en mi carrera profesional y en los más de mil niños y niñas preadolescentes que a lo largo de estos cuarenta y seis años han pasado por mis manos y en los que he influido, espero que de manera positiva. Mi objetivo, mi deseo más ferviente es que haya podido ayudarles a formarse tanto desde el punto de vista académico como humano. Mi generación ha tenido como meta la idea de «educación integral», que puede sonar a concepto manido o pasado de moda, pero que sigue vigente en el mundo de la educación, aunque sea llamándose de otra manera (una buena parte de los cambios educativos lo son solo de nombre).

El camino recorrido ha sido largo y, al mirar atrás, recuerdo momentos, anécdotas, promociones, alegrías, angustias y caras de niños y niñas, a la mayoría de los cuales veo ahora por la calle y ya no puedo reconocer porque son seres adultos, casados, con hijos, probablemente algunos ya abuelos. Creo que quizá la mayor alegría de ser maestro es que pasan los años y aquellos niños que asistieron a tu aula se acercan a ti, ya adultos, rememoran su paso por el colegio, te hablan de cómo les va, y sientes que has significado algo en su vida. Al contemplar estos aspectos, me doy cuenta de hasta qué punto ser maestro no es solo una forma de ganarse la vida, sino una vocación en la cual te vuelcas y entregas todo lo que tienes dentro.

Cuando inauguramos el centro en el que acabaré mi vida profesional en septiembre de 1972, éramos un grupo de maestras jóvenes que abordábamos con ilusión una nueva experiencia: un colegio nuevo y una nueva ley de educación. Uno de los cambios más importantes era la convivencia de niños y niñas en una misma aula, la coeducación, la misma educación para ambos sexos. Este fue un aspecto que nos tomamos muy en serio: niños y niñas recibían las mismas enseñanzas, juntos hacían educación física, un circuito eléctrico o aprendían a coser un botón (algún padre se opuso a que su hijo aprendiera a coser y alguna madre protestó porque no veía de qué le iba a servir a su niña saber arreglar un interruptor de la luz). Pero nosotras sentíamos que algo estaba cambiando, que queríamos salir poquito a poquito de un mundo oscuro y entrar en la modernidad. Fue un momento en el que también se crearon las primeras asociaciones de padres, cuyas juntas directivas estaban formadas solamente por padres, al contrario de lo que pasa actualmente, cuando sus componentes son mayoritariamente madres.

Al menos en nuestro colegio, los padres tenían altas expectativas educativas para sus hijos e hijas, y la gran mayoría pretendía para ellos una carrera universitaria (en líneas generales esas expectativas se cumplieron en gran parte). Ya se pensaba de manera masiva que las chicas tenían que estudiar y prepararse para ser seres independientes, con un futuro profesional, y no solo amas de casa. Tengo antiguos alumnos y alumnas que ejercen las más variadas profesiones: desde oficios manuales a investigadores, un triunfador en el mundo del espectáculo, profesionales del derecho o de la judicatura, médicos, profesores... por decir algunos ejemplos, aunque de lo que sí estoy segura es de que todos han triunfado como personas, incluso aquellos que se nos quedaron en el camino, a los que recuerdo especialmente.

Puede que me haya mostrado un tanto nostálgica, que haya hablado mucho del pasado que, creo que en lo esencial, es similar al presente; pero he querido compartir con ustedes esta parte tan importante de mi vida que estoy segura no difiere mucho de la de cualquier profesional de la educación. Aunque no disfrutemos de mucho reconocimiento social y en ocasiones no tengamos muy "buena prensa" pienso que ha sido y será un privilegio ser maestra.