¡ Dale a la zambomba y dale al almirez !

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NavidadVictor


Podría haberme acogido al maldito tópico de que no me gusta la Navidad y haberme "escaqueado" de escribir esta entrega. Pero... (ojo a la contundencia)... ¡ No me da la gana ! Y no me da la gana porque a mi, la Navidad, me encanta.

Reconozco que hay momentos en la vida en que la Navidad es maravillosa, y otros en que realmente es una temporada muy dura. Desde esta sección, y por primera vez, haré una dedicatoria muy especial para todos aquellos lectores que me siguen, y que lo estén pasando mal; no solo por la pérdida de personas queridas, sino también por los tiempos difíciles que algunas familias viven. En mis ansias de positividad, os pediría a los que las cosas os marchan bien, que os acordéis de quien cerca de vosotros pueda necesitar algo, y a los que estáis viviendo problemas, que os deis cuenta de la generosidad de los que os rodean y al menos disfrutéis de ella.

 

Tampoco estoy seguro de que los tiempos que corren sean tiempos muy receptivos para realizar un alegato de la componente religiosa de esta festividad. Desde mi ateísmo declarado y practicante (y digo bien), nunca renunciaré a la componente cultural, que desde la religiosa, condiciona nuestro presente.

La Navidad en mi casa empezaba el día en que mi padre traía "el paquete" que le daban en la fábrica. ¡Bueno!, era impresionante. Gustaba ver los turrones de La Fama, las botellas de Paternina, Espléndido, y Anís del Mono. Igual no había más... ¡coño! Pues no era para tanto...

El siguiente hito de la entrada de la Navidad, era la llegada de mis abuelos, que venía de Bilbao en el tren de la Feve, a la Estación del Cantábrico. Tardaba cinco o seis horas. Cuando viajo en AVE, no puedo evitar acordarme de mis abuelos. Además, traían un colgante para el árbol, que por cierto se montaba ese día. Posteriormente, ya con algún añito más, venían mis hermanos, que estudiaban fuera. Síntomas inequívocos. Ese mismo día empezaba a sufrir porque la Navidad empezaba a acabarse, y mis abuelos, y mis hermanos, volverían a marcharse.

La iluminación de la calle no era tan espectacular como ahora. Entre otras cosas, porque era la misma iluminación que la que se colgaba en "La Patrona", y parecía como que nos engañaban... A la entrada de Torrelavega, a la altura de lo que hoy es la rotonda de las torres, un rótulo luminoso: "Felices Fiestas", pero no especificaba, y así valía para las dos eventualidades. Entonces era "necesidad", hoy en día es "optimización" o para los más modernos, "sinergia".

Son los olores y las sensaciones, los que nos llevan a la nostalgia de la Navidad. El frío en la calle, el bullicio en las tiendas, la decoración de los escaparates, el trajinar de paquetes. Calor de calefacción, música de villancico y... ¡vacaciones! Qué maravillosas vacaciones...

Llegaba la Nochebuena. Ese día, el de Nochebuena, es de esos días donde las familias y sus casas huelen a su origen, porque cada región, cada comarca, cada pueblo, tiene sus comidas propias de la Navidad, y así huelen las casas. Olores de compota, de canela, de horno, de pescado... que ocupaban la casa y después eran vilmente expulsados por los sabores, más certeros, más reales... La lista de comidas típicas de Navidad, sería interminable, y ha evolucionado tan rápido y de forma tan cruel, que ha llegado a quitar del medio a los langostinos, los reyes de la Nochebuena.
Besugo, lechazo, caracoles, compota, torrijas, jamón y lomo..., casi nada... Turrones, del duro, del blando, y las nuevas generaciones: de coco, de yema, de frutas... y el mayor fraude culinario de la historia (y lo siento por Suchard) el de chocolate. Que me perdone el lector, pero el turrón de chocolate, de turrón... ¡Nada! Y así, y aquí, lo reivindico.

¡Uy! Y casi se me escapa... Sidra de "El Gaitero", la mejor del mundo entero", y primer contacto entre los niños de mi generación, y las bebidas alcohólicas. Imprescindible en cualquier casa y cualquier Navidad que se precie. A mí nunca me gustó, pero siempre tuve buen cuidado de quedarme con el corcho para que mi padre lo quemara con un mechero, y nos pintara bigote. Como no iba a ser una noche especial, cuando uno, con cinco, seis o siete años, se iba a la cama después de una buena bebida alcohólica, y con bigote... ¡como mi padre!

Querido lector, te deseo una Feliz Navidad, y creo que tendremos que volver a vernos en Reyes, porque esas noches tan largas, sí que quedaron llenas de nostalgia...